Carlos Fuentes Macías
El Otro Carlos Fuentes
Fue lamentable la muerte inesperada del prolífico y premiado escritor mexicano Carlos Fuentes, nacido en Panamá y criado en la Embajada mexicana en Washington, Estados Unidos a quien “Le Figaro” nombró el Quijote Mexicano.
Nació el 11 de noviembre de 1928, su madre, Berta Macías Rivas, de Mazatlán, y su padre Rafael Fuentes Boettiger, de Veracruz y embajador de México en Holanda, Panamá, Portugal e Italia, descienden de inmigrantes de Santander, Santa Cruz de Tenerife (Canarias) y Darmstadt (Renania), durante la década de 1860, así como de indígenas yaquis de Sonora.
Carlos Fuentes Macías se inscribió en la generación 1950 de la Facultad de Derecho de la UNAM, discípulo de Mario de la Cueva y en Literatura, de Alfonso Reyes, a la que pertenecen Elena Poniatowska, Sergio Pitol, Vicente Rojo, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco.
1958-1962
Nació el 11 de noviembre de 1928, su madre, Berta Macías Rivas, de Mazatlán, y su padre Rafael Fuentes Boettiger, de Veracruz y embajador de México en Holanda, Panamá, Portugal e Italia, descienden de inmigrantes de Santander, Santa Cruz de Tenerife (Canarias) y Darmstadt (Renania), durante la década de 1860, así como de indígenas yaquis de Sonora.
Carlos Fuentes Macías se inscribió en la generación 1950 de la Facultad de Derecho de la UNAM, discípulo de Mario de la Cueva y en Literatura, de Alfonso Reyes, a la que pertenecen Elena Poniatowska, Sergio Pitol, Vicente Rojo, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco.
1958-1962
Contrajo matrimonio con la actriz María Concepción Macedo Guzmán, Rita Macedo (1925-1993) protagonista inolvidable de la película Rosenda.
María Concepción Macedo nació en la ciudad de México, el 21 de abril de 1925. Vivió una infancia difícil y prácticamente sin amor, la destacada escritora Julia Guzmán, su madre, la mantuvo desde muy pequeña alejada en internados. Tenía un carácter introvertido y temeroso de todo y de todos y miedo terrible a la oscuridad y a la penumbra de los dormitorios escolares. Esta forma de vida sin el cariño, los consejos y los afectos de su progenitora, la hicieron una mujer dura e insensible.
María Concepción Macedo “Conchita”, antes de ser Rita Macedo, fue introducida a sus 15 años a la vida artística por el director de cine Mauricio de la Serna a quien conoció fortuitamente. La invitó a participar en un filme, aunque la sola idea de hacerlo le producía pánico, sin embargo, su madre la animó y la impulsó, más que como una sugerencia, como una orden. Durante el rodaje de Las cinco noches de Adán, hizo su debut al lado de Mapy Cortés y Domingo Soler.
Estuvo casada en tres ocasiones: con el productor de televisión Luis de Llano Palmer padre de Luis de Llano Macedo y Julissa; con Pablo Palomino, joven de buena familia, de quien también se divorció rápidamente. Su tercer cónyuge fue Carlos Fuentes, él tenía 29 y ella 32, procrearon una hija, Cecilia, nacida en 1962, trabaja en producción de la televisión.
De su hija Cecilia, Carlos Fuentes dijo:
“El nacimiento de Cecilia fue un hecho musical. Pude haber oído o recordado palabras, imágenes, flores o frutos, animales o aves, ríos, océanos. Sólo escuché música. No lo explico. Tampoco lo imagino, lo atestiguo. En el momento en que Cecilia apareció y gritó por primera vez, yo supe que escuchaba un dictado de la naturaleza, el más reciente, pero también el más antiguo”.Vivieron un tiempo en París, Londres, Roma y Barcelona, pero al regresar a México vino el divorcio por presuntas infidelidades del autor de La Región Más Transparente.
Rita Macedo llevó siempre una vida discreta desde un principio. Jamás la acompañaron el escándalo ni la frivolidad.
Se alega que Fuentes era mujeriego y que su infidelidad llevó a su mujer a la desesperación. La pareja se separó cuando Fuentes se escapó con una embarazada y entonces desconocida periodista, Silvia Lemus. Al final se casaron en 1973, en París. http://www.vanguardia.com.mx/biografia-carlosfuentes-279762.html
1973
“El nacimiento de Cecilia fue un hecho musical. Pude haber oído o recordado palabras, imágenes, flores o frutos, animales o aves, ríos, océanos. Sólo escuché música. No lo explico. Tampoco lo imagino, lo atestiguo. En el momento en que Cecilia apareció y gritó por primera vez, yo supe que escuchaba un dictado de la naturaleza, el más reciente, pero también el más antiguo”.Vivieron un tiempo en París, Londres, Roma y Barcelona, pero al regresar a México vino el divorcio por presuntas infidelidades del autor de La Región Más Transparente.
Rita Macedo llevó siempre una vida discreta desde un principio. Jamás la acompañaron el escándalo ni la frivolidad.
Se alega que Fuentes era mujeriego y que su infidelidad llevó a su mujer a la desesperación. La pareja se separó cuando Fuentes se escapó con una embarazada y entonces desconocida periodista, Silvia Lemus. Al final se casaron en 1973, en París. http://www.vanguardia.com.mx/biografia-carlosfuentes-279762.html
1973
Divorciado de Rita, se casa con Silvia Lemus, en París, con quien tuvo a sus hijos Carlos y Natasha.
1993
El cinco de diciembre, a las 13:30 horas, la enigmática Rita Macedo tomó la decisión fatal de quitarse la vida dentro de su automóvil, con un disparo de pistola en la boca. Momentos antes se detuvo en el camino hacia su casa, para ver por última vez a su hijo Luis. “Vengo a despedirme de ti”, según acotó Elena Poniatowska en su artículo del diario La Jornada, días después.
Su deceso violento por propia decisión, fue quizá el único escándalo sonado que provocó a lo largo de su existencia. Invariablemente ocultó sus problemas y sus sentimientos. Se armó de una coraza para resistir a los medios informativos y evitar así hablar de lo que sólo a ella le interesaba, por lo mismo, la opinión pública siempre la consideró como una figura sui géneris, nada fácil de manipular informativamente.
Sus compañeros actores, al expresar su sentir por la medida tomada por la actriz, la calificaron como “una mujer de pocas palabras, que le gustaba permanecer a solas”. Otros la recordaban “como una persona triste, sobre todo en los últimos años de su vida, a pesar de ello, la noticia de su suicidio nos impactó”. (Su suicidio fue su único escándalo. Hablaba de lo que sólo a ella le interesaba http://www.eluniversal.com.mx/espectaculos/89705mail.html
1999
Carlos Fuentes sufrió lo que ningún padre debe padecer: sobrevivir a sus hijos Carlos y Natasha.
El 5 de mayo muere su hijo Carlos, 10 días después publicó “Recuerdo de un joven artista”:
“Fue un joven artista iniciando un destino que nadie podría deshacer porque era el destino del arte, de obras que al cabo sobreviven al artista. Tocando la frente afiebrada de su hijo, la madre se preguntaba, sin embargo, si este joven artista que era su hijo no hermanaba demasiado la iniciación y el destino. Las figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una conclusión. No eran un principio. Eran, irremisiblemente, un fin. Entender esto le angustiaba porque la madre quería ver en el hijo la realización completa de una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente, no dependiese de la voluntad”.”Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, mi hijo va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir. Su pintura es inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca…”.
“Cuando escribí estas líneas, hace pocos años, las imaginé como un exorcismo, no como una profecía. Pensaba en mi hijo Carlos, nacido en París el 22 de agosto de 1973 y muerto en Puerto Vallarta, Jalisco, el 5 de mayo de 1999. Apenas empezó a caminar, cuando su madre Silvia y yo vivíamos en una granja en Virginia, su cuerpo se llenaba de moretones y sus articulaciones se hinchaban. Pronto supimos la razón. Carlos, a causa de una mutación genética, sufría de hemofilia, la enfermedad que impide la coagulación de la sangre. Desde muy pequeño, debió someterse a inyecciones del elemento coagulante que le falfaba, el Factor Ocho. Pensamos que, aunque molesto, en este procedimiento se encontraba un alivio para toda la vida. La contaminación de las reservas sanguíneas por el virus del sida desprotegió a los hemofílicos, a veces por decisiones médicas equivocadas, a veces por actos de irresponsabilidad criminal de las autoridades en Europa y en los EEUU. El hemofílico quedó desamparado, abierto a terribles infecciones y al debilitamiento de su sistema inmunológico. Carlos tuvo una infancia de dolores pero muy pronto, de una manera más que intuitiva, como si su precocidad fuese un anticipo de la muerte y un acelerador de su vida creativa, concentró sus horas en el arte de las palabras, la música y las formas. A 1os cinco años de edad, ganó el Premio Shankar de Dibujo Infantil otorgado en Nueva Delhi, India, sus maestros en la escuela primaria a la que Carlos asistía en Princeton enviaron sus obras iniciales sin que él o nosotros lo supiésemos, al concurso. De allí en adelante, Carlos nunca abandonó el lápiz primero, el pincel enseguida y sus tempranas adoraciones artísticas nunca: Van Gogh y Egon Schiele. Lo recuerdo, durante un viaje de verano por Andalucía, exigiendo que el auto se detuviese a cada momento para fotografiar, admirar y a veces recoger girasoles, como si se llevase con él un cuadro del pintor holandés. Plantó semillas de girasol en el jardín de nuestra casa en la Universidad de Cambridge, pensamos que perecerían en el frío inglés, pero al regresar una primavera, florecían como dentro de un cuadro… Luego, en un notable salto al pasado, Carlos descubrió el arte preciso y luminoso del renacentista Giovanni Bellini y la formalidad expresiva del pintor japonés Utamaru. Éste era su acervo pictórico. La imagen empezó a ocupar el centro de la vida de Carlos. La imagen pictórica primero, enseguida la imagen literaria, al cabo la imagen fotográfica, inmóvil, y la cinematografía fluida. Fue como si entendiera que la imagen escapa a toda definición reductiva y abarca, en un acto casi amoroso, los sentidos visuales, auditivos, olfatorios, gustativos… Por eso fue tan dolorosa para él la meningitis que casi lo destruyó en enero de 1994, privándolo prácticamente de la vista y del oído que era para él la compañía más íntima y sensual de su cuerpo enfermo. Sus pasiones eran Presley, Elvis Presley, Bob Dylan, los Rolling Stones, sobre todo Elvis: cada año, cada 16 de agosto, Carlos viajaba a Memphis para conmemorar el aniversario de la muerte de Elvis. Su colección de fotografías tomadas por él mismo constituye un singular archivo de la importancia del rey del rock. Como a muchos padres que nos quedamos en Agustín Lara y Ella Fitzgerald, a mí me resultaba difícil seguirle a mi hijo por los meandros de sus gustos musicales. En cambio, sentía una identificación amorosa con sus gustos literarios, la poesía de Keats, Baudelaire y Rimbaud, el teatro de Oscar Wilde, las novelas de Jack Kerouac y la filosofía de Nietszche… Me di cuenta de que en la lectura, Carlos trascendía la imagen para buscar afanosamente -no sé si para alcanzarla- la metáfora, es decir, la encarnación de las cosas del mundo en su parentesco más misterioso, más lejano pero más cierto; la relación más olvidada pero más natural, simplemente, entre esto y aquello. Carlos, desde los lechos de los hospitales que debió frecuentar a medida que recobraba milagrosamente la vista y el oído pero perdía, a veces por errores irresponsables e imperdonables de la cirugía, otras funciones mentales, no abandonaba nunca el papel y la pluma, el dibujo y el poema, en una búsqueda febril del sentido profundo de todas las cosas que le iluminaban la vida al tiempo que se la arrebataban. Digo “milagro”. Tiene un nombre: la atención de un eminente epidemiólogo mexicano, el doctor Juan Sierra, devolvió a Carlos, una y otra vez, a la vida creativa. Carlos realizó su trayecto artístico con urgencia, con alegría, con dolor, pero sin una sola queja. Sus ojos profundos, brillantes a veces, ausentes otras, nos decían que el dolor individual de nuestro cuerpo es no sólo intransferible, sino inimaginable para los demás. Si no lograba transmitirlo en un poema o una pintura, el dolor permanecería para siempre mudo, solitario, dentro del cuerpo sufriente. Hay una gran diferencia entre decir “el cuerpo me duele” y “el cuerpo duele”. Cómo darle voz a uno y otro dolor es el enigma planteado por Elame Scarry en su gran libro El cuerpo adolorido. Mi hijo Carlos se lo propuso a sí mismo en términos de urgencia verbal y visual. “¿Viviré mañana?”, se pregunta Carlos en uno de sus poemas. “¿Viviré mañana? No lo sé decir. / Pero no me iré sin resistir. / Esta recámara es mi núcleo. / Pensar bajo las cobijas es mi fuga, / con los ojos cerrados, / para escuchar mi miedo escondido en el silencio, / mi miedo que al romperse se vuelve el desconocido mal. / Sea bienvenido el misterio, / pero mi reacción, desconocida también, / también por ello me aterra. / Entonces mi temor no tiene tiempo / de pensar su terror/ y la belleza me embarga toda entera. / No existe lo predecible. / Y éste es el temor mayor./ Quiero verte / en la misma posición, sacudida en llanto, / despojada por una semana más / de tus débiles apoyos. / “Cada hombre mata lo que más quiere”. / Cada mujer se dejará amar hasta la muerte. / ¿Cuál es el amor hasta la muerte? / ¿Es sólo un peregrino de todas las semejanzas?”. Mi hijo sentía una gran identificación con los artistas que murieron jóvenes, John Keats, Egon Schiele, James Dean, Gaudier-Brezka… No tuvieron tiempo, me decía Carlos, de ser otra cosa sino ellos mismos.
Alguna vez le hable de su tío desaparecido, Carlos Fuentes Boettiger, el hermano de mi padre, muerto de tifoidea al iniciar sus estudios en la ciudad de México a los 21 años de edad. Como Carlos mi hijo, Carlos nuestro tío empezó a escribir muy joven y publicó en Xalapa, Veracruz, una revista literaria que contó con el apoyo del poeta Salvador Díaz Mirón. Hay una extraña similitud entre el poema de mi hijo muerto a los 25 años y otro de mi tío muerto a los 21 años. Encuentro en la revista Musa Bohemia un poema escrito por mi tío Carlos Fuentes en 1914: “Tengo miedo al reposo, aborrezco el descanso… / Me acobarda la noche / porque entonces mi vida se yergue en un reproche, / me mira gravemente y me muestra después / el fantasma tremendo, la terrible vejez”. Ninguno de los dos Carlos llegó a la “terrible vejez”, pero el temor de lo impredecible nos acerca a mi mujer y a mí, sus padres, al dolor que hoy entendemos mejor de tantos amigos nuestros que perdieron tempranamente a un hijo, Tola Miranda y René Creel a su hija Sofía, Isabel Allende a la suya, Paula; al dolor de Nina Zambrano y el de los artistas Ben Yakober y Yanick Vu, cuya joven hija pereció en la hermosa isla de Mallorca donde Carlos dejó su obra pictórica inicial al cuidado de un gran artista y amigo, Ramón Canet. Recordamos sobre todo a Ana María Icaza y a Ramón Xirau, cuyo hijo, otro joven talentoso y de gran promesa, Joaquín, murió a los 27 años, igual que mi hijo Carlos, un 5 de mayo. Y el otro Carlos, Carlos Fuentes Boettiger, murió también un día de mayo, en 1916… Junta de sombras, fatalidades entrelazadas y muerte, junto con las personas, de todo lo que dejan, inerte, en un cajón, en un ropero, en un lienzo vacío o una página en blanco. Y a pesar de todo, pugnamos por mantener el calor del objeto, la vigencia del trazo, la huella del caminante… Qué alegría nos dio saber que la última noche de su existencia, desde Puerto Vallarta, Carlos, dotado de una intuición feliz y terrible a la vez, estuvo llamando por teléfono a todos sus amigos en todo el mundo, contándoles sus planes para terminar su película, publicar su libro de poemas, exponer sus cuadros, decirles que estaba contento, fuerte, lleno de creatividad, enamorado de su novia Ivette. A la mañana siguiente caería fulminado por un infarto pulmonar. Mi esposa Silvia y yo queremos agradecer todas las demostraciones de cariño y comprensión que hemos recibido en estos días, sobre todo de amigos que conocieron y apreciaron a Carlos. Destaco, entre ellas, algunas que dan fe del talento y creatividad de mi hijo. Una es del escritor español Julián Ríos: “Un artista como vuestro hijo está vivo en lo que creó. Los que tuvimos el privilegio de conocer a Carlos debemos contribuir a que sus talentos brillen en su ausencia”. Otro testimonio es el de otro gran escritor y amigo, Juan Goytisolo: “Quería a Carlitos como a alguien de mi familia. En Berlín, en Marraquech, pude apreciar su inteligencia y sensibilidad admirables. Era un poeta: la obra que me mostró lo prueba sin lugar a dudas. Resultaba imposible estar con él sin sentir la necesidad de cuidarle y protegerlo del mundo”. Lo mismo dirían, seguramente, Héctor Aguilar Camín, que a veces debió servirle a Carlos de padre iniciático, y José María Pérez Gay, con quien mi hijo pasó una de sus últimas veladas discutiendo a Nietszche. “Viví cerca de Carlos en Buenos Aires, el año pasado”, me escribe Juan Cruz, “y pude tener el privilegio de disfrutar de la calidad íntima de su creatividad…”. Pero acaso la última palabra le corresponda a nuestra entrañable amiga Carmen Balcells, porque ella entendió mejor que nadie la relación entre la madre y el hijo: “Pienso sobre todo en Silvia, porque ella ha tenido toda su vida una dedicación extraordinaria con ese muchacho y ha vivido en un continuo sobresalto sobre su salud. Recuerdo perfectamente una visita que hice a Carlos en Nueva York y me impresionó su fragilidad y el desvelo de Silvia, que más que una mamá, parecía una novia o una amiga entrañable ofreciendo su inquebrantable apoyo a un muchacho lleno de inquietudes y de deseos juveniles de entrar en una normalidad que nunca le fue posible…”. Los exorcismos de la muerte se vuelven a veces profecías de la vida. Carmen Balcells tiene razón. En Los años con Laura Díaz, evoqué la muerte de mi tío Carlos Fuentes en Veracruz a principios de siglo, pero quise evitar, escribiéndola, la muerte de mi hijo Carlos, transformado en el segundo Santiago de la genealogía de Laura Díaz: “Silencio. Quietud. Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca. Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades, adivinaciones y acciones de gracia… Todo esto vivieron Laura y Santiago mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos, adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí? No me traicionen con la piedad. Seré un hombre hasta el fin”. http://yumisalazar.blogspot.mx/2012/05/mi-hijo-un-hombre-hasta-el-fin-carlos.html
2005
“Fue un joven artista iniciando un destino que nadie podría deshacer porque era el destino del arte, de obras que al cabo sobreviven al artista. Tocando la frente afiebrada de su hijo, la madre se preguntaba, sin embargo, si este joven artista que era su hijo no hermanaba demasiado la iniciación y el destino. Las figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una conclusión. No eran un principio. Eran, irremisiblemente, un fin. Entender esto le angustiaba porque la madre quería ver en el hijo la realización completa de una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente, no dependiese de la voluntad”.”Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, mi hijo va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir. Su pintura es inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca…”.
“Cuando escribí estas líneas, hace pocos años, las imaginé como un exorcismo, no como una profecía. Pensaba en mi hijo Carlos, nacido en París el 22 de agosto de 1973 y muerto en Puerto Vallarta, Jalisco, el 5 de mayo de 1999. Apenas empezó a caminar, cuando su madre Silvia y yo vivíamos en una granja en Virginia, su cuerpo se llenaba de moretones y sus articulaciones se hinchaban. Pronto supimos la razón. Carlos, a causa de una mutación genética, sufría de hemofilia, la enfermedad que impide la coagulación de la sangre. Desde muy pequeño, debió someterse a inyecciones del elemento coagulante que le falfaba, el Factor Ocho. Pensamos que, aunque molesto, en este procedimiento se encontraba un alivio para toda la vida. La contaminación de las reservas sanguíneas por el virus del sida desprotegió a los hemofílicos, a veces por decisiones médicas equivocadas, a veces por actos de irresponsabilidad criminal de las autoridades en Europa y en los EEUU. El hemofílico quedó desamparado, abierto a terribles infecciones y al debilitamiento de su sistema inmunológico. Carlos tuvo una infancia de dolores pero muy pronto, de una manera más que intuitiva, como si su precocidad fuese un anticipo de la muerte y un acelerador de su vida creativa, concentró sus horas en el arte de las palabras, la música y las formas. A 1os cinco años de edad, ganó el Premio Shankar de Dibujo Infantil otorgado en Nueva Delhi, India, sus maestros en la escuela primaria a la que Carlos asistía en Princeton enviaron sus obras iniciales sin que él o nosotros lo supiésemos, al concurso. De allí en adelante, Carlos nunca abandonó el lápiz primero, el pincel enseguida y sus tempranas adoraciones artísticas nunca: Van Gogh y Egon Schiele. Lo recuerdo, durante un viaje de verano por Andalucía, exigiendo que el auto se detuviese a cada momento para fotografiar, admirar y a veces recoger girasoles, como si se llevase con él un cuadro del pintor holandés. Plantó semillas de girasol en el jardín de nuestra casa en la Universidad de Cambridge, pensamos que perecerían en el frío inglés, pero al regresar una primavera, florecían como dentro de un cuadro… Luego, en un notable salto al pasado, Carlos descubrió el arte preciso y luminoso del renacentista Giovanni Bellini y la formalidad expresiva del pintor japonés Utamaru. Éste era su acervo pictórico. La imagen empezó a ocupar el centro de la vida de Carlos. La imagen pictórica primero, enseguida la imagen literaria, al cabo la imagen fotográfica, inmóvil, y la cinematografía fluida. Fue como si entendiera que la imagen escapa a toda definición reductiva y abarca, en un acto casi amoroso, los sentidos visuales, auditivos, olfatorios, gustativos… Por eso fue tan dolorosa para él la meningitis que casi lo destruyó en enero de 1994, privándolo prácticamente de la vista y del oído que era para él la compañía más íntima y sensual de su cuerpo enfermo. Sus pasiones eran Presley, Elvis Presley, Bob Dylan, los Rolling Stones, sobre todo Elvis: cada año, cada 16 de agosto, Carlos viajaba a Memphis para conmemorar el aniversario de la muerte de Elvis. Su colección de fotografías tomadas por él mismo constituye un singular archivo de la importancia del rey del rock. Como a muchos padres que nos quedamos en Agustín Lara y Ella Fitzgerald, a mí me resultaba difícil seguirle a mi hijo por los meandros de sus gustos musicales. En cambio, sentía una identificación amorosa con sus gustos literarios, la poesía de Keats, Baudelaire y Rimbaud, el teatro de Oscar Wilde, las novelas de Jack Kerouac y la filosofía de Nietszche… Me di cuenta de que en la lectura, Carlos trascendía la imagen para buscar afanosamente -no sé si para alcanzarla- la metáfora, es decir, la encarnación de las cosas del mundo en su parentesco más misterioso, más lejano pero más cierto; la relación más olvidada pero más natural, simplemente, entre esto y aquello. Carlos, desde los lechos de los hospitales que debió frecuentar a medida que recobraba milagrosamente la vista y el oído pero perdía, a veces por errores irresponsables e imperdonables de la cirugía, otras funciones mentales, no abandonaba nunca el papel y la pluma, el dibujo y el poema, en una búsqueda febril del sentido profundo de todas las cosas que le iluminaban la vida al tiempo que se la arrebataban. Digo “milagro”. Tiene un nombre: la atención de un eminente epidemiólogo mexicano, el doctor Juan Sierra, devolvió a Carlos, una y otra vez, a la vida creativa. Carlos realizó su trayecto artístico con urgencia, con alegría, con dolor, pero sin una sola queja. Sus ojos profundos, brillantes a veces, ausentes otras, nos decían que el dolor individual de nuestro cuerpo es no sólo intransferible, sino inimaginable para los demás. Si no lograba transmitirlo en un poema o una pintura, el dolor permanecería para siempre mudo, solitario, dentro del cuerpo sufriente. Hay una gran diferencia entre decir “el cuerpo me duele” y “el cuerpo duele”. Cómo darle voz a uno y otro dolor es el enigma planteado por Elame Scarry en su gran libro El cuerpo adolorido. Mi hijo Carlos se lo propuso a sí mismo en términos de urgencia verbal y visual. “¿Viviré mañana?”, se pregunta Carlos en uno de sus poemas. “¿Viviré mañana? No lo sé decir. / Pero no me iré sin resistir. / Esta recámara es mi núcleo. / Pensar bajo las cobijas es mi fuga, / con los ojos cerrados, / para escuchar mi miedo escondido en el silencio, / mi miedo que al romperse se vuelve el desconocido mal. / Sea bienvenido el misterio, / pero mi reacción, desconocida también, / también por ello me aterra. / Entonces mi temor no tiene tiempo / de pensar su terror/ y la belleza me embarga toda entera. / No existe lo predecible. / Y éste es el temor mayor./ Quiero verte / en la misma posición, sacudida en llanto, / despojada por una semana más / de tus débiles apoyos. / “Cada hombre mata lo que más quiere”. / Cada mujer se dejará amar hasta la muerte. / ¿Cuál es el amor hasta la muerte? / ¿Es sólo un peregrino de todas las semejanzas?”. Mi hijo sentía una gran identificación con los artistas que murieron jóvenes, John Keats, Egon Schiele, James Dean, Gaudier-Brezka… No tuvieron tiempo, me decía Carlos, de ser otra cosa sino ellos mismos.
Alguna vez le hable de su tío desaparecido, Carlos Fuentes Boettiger, el hermano de mi padre, muerto de tifoidea al iniciar sus estudios en la ciudad de México a los 21 años de edad. Como Carlos mi hijo, Carlos nuestro tío empezó a escribir muy joven y publicó en Xalapa, Veracruz, una revista literaria que contó con el apoyo del poeta Salvador Díaz Mirón. Hay una extraña similitud entre el poema de mi hijo muerto a los 25 años y otro de mi tío muerto a los 21 años. Encuentro en la revista Musa Bohemia un poema escrito por mi tío Carlos Fuentes en 1914: “Tengo miedo al reposo, aborrezco el descanso… / Me acobarda la noche / porque entonces mi vida se yergue en un reproche, / me mira gravemente y me muestra después / el fantasma tremendo, la terrible vejez”. Ninguno de los dos Carlos llegó a la “terrible vejez”, pero el temor de lo impredecible nos acerca a mi mujer y a mí, sus padres, al dolor que hoy entendemos mejor de tantos amigos nuestros que perdieron tempranamente a un hijo, Tola Miranda y René Creel a su hija Sofía, Isabel Allende a la suya, Paula; al dolor de Nina Zambrano y el de los artistas Ben Yakober y Yanick Vu, cuya joven hija pereció en la hermosa isla de Mallorca donde Carlos dejó su obra pictórica inicial al cuidado de un gran artista y amigo, Ramón Canet. Recordamos sobre todo a Ana María Icaza y a Ramón Xirau, cuyo hijo, otro joven talentoso y de gran promesa, Joaquín, murió a los 27 años, igual que mi hijo Carlos, un 5 de mayo. Y el otro Carlos, Carlos Fuentes Boettiger, murió también un día de mayo, en 1916… Junta de sombras, fatalidades entrelazadas y muerte, junto con las personas, de todo lo que dejan, inerte, en un cajón, en un ropero, en un lienzo vacío o una página en blanco. Y a pesar de todo, pugnamos por mantener el calor del objeto, la vigencia del trazo, la huella del caminante… Qué alegría nos dio saber que la última noche de su existencia, desde Puerto Vallarta, Carlos, dotado de una intuición feliz y terrible a la vez, estuvo llamando por teléfono a todos sus amigos en todo el mundo, contándoles sus planes para terminar su película, publicar su libro de poemas, exponer sus cuadros, decirles que estaba contento, fuerte, lleno de creatividad, enamorado de su novia Ivette. A la mañana siguiente caería fulminado por un infarto pulmonar. Mi esposa Silvia y yo queremos agradecer todas las demostraciones de cariño y comprensión que hemos recibido en estos días, sobre todo de amigos que conocieron y apreciaron a Carlos. Destaco, entre ellas, algunas que dan fe del talento y creatividad de mi hijo. Una es del escritor español Julián Ríos: “Un artista como vuestro hijo está vivo en lo que creó. Los que tuvimos el privilegio de conocer a Carlos debemos contribuir a que sus talentos brillen en su ausencia”. Otro testimonio es el de otro gran escritor y amigo, Juan Goytisolo: “Quería a Carlitos como a alguien de mi familia. En Berlín, en Marraquech, pude apreciar su inteligencia y sensibilidad admirables. Era un poeta: la obra que me mostró lo prueba sin lugar a dudas. Resultaba imposible estar con él sin sentir la necesidad de cuidarle y protegerlo del mundo”. Lo mismo dirían, seguramente, Héctor Aguilar Camín, que a veces debió servirle a Carlos de padre iniciático, y José María Pérez Gay, con quien mi hijo pasó una de sus últimas veladas discutiendo a Nietszche. “Viví cerca de Carlos en Buenos Aires, el año pasado”, me escribe Juan Cruz, “y pude tener el privilegio de disfrutar de la calidad íntima de su creatividad…”. Pero acaso la última palabra le corresponda a nuestra entrañable amiga Carmen Balcells, porque ella entendió mejor que nadie la relación entre la madre y el hijo: “Pienso sobre todo en Silvia, porque ella ha tenido toda su vida una dedicación extraordinaria con ese muchacho y ha vivido en un continuo sobresalto sobre su salud. Recuerdo perfectamente una visita que hice a Carlos en Nueva York y me impresionó su fragilidad y el desvelo de Silvia, que más que una mamá, parecía una novia o una amiga entrañable ofreciendo su inquebrantable apoyo a un muchacho lleno de inquietudes y de deseos juveniles de entrar en una normalidad que nunca le fue posible…”. Los exorcismos de la muerte se vuelven a veces profecías de la vida. Carmen Balcells tiene razón. En Los años con Laura Díaz, evoqué la muerte de mi tío Carlos Fuentes en Veracruz a principios de siglo, pero quise evitar, escribiéndola, la muerte de mi hijo Carlos, transformado en el segundo Santiago de la genealogía de Laura Díaz: “Silencio. Quietud. Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca. Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades, adivinaciones y acciones de gracia… Todo esto vivieron Laura y Santiago mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos, adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí? No me traicionen con la piedad. Seré un hombre hasta el fin”. http://yumisalazar.blogspot.mx/2012/05/mi-hijo-un-hombre-hasta-el-fin-carlos.html
2005
El 22 de agosto, el matrimonio Fuentes Lemus fue sorprendido en Londres: Natasha fue encontrada muerta en plena vía pública, bajo un puente peatonal, en Tepito; tenía 29 años. El parte médico determinó que por congestión visceral generalizada y paro cardiaco, algunos medios aseguraron que por drogas.
Sobre ella, a quien alguna vez describió como una “isla solitaria”, su padre escribió: “Fue una niña rebotona, alegre, llena de imaginación y humor. La gran ilusión de un padre es que su hija sea siempre una fuente de ternura y entre siempre a la sala haciendo cabriolas. Pero las fotografías se desvanecen, las gasas se rasgan, las sedas se amarillean. La primera comunión no es un evento eterno”. “Si todas las mujeres que he querido se resumen en una sola, la única mujer que he querido para siempre las resume a todas las demás. Ellas son estrellas. Silvia es la galaxia misma”, escribió (“En esto creo”, Seix Barral, 2002).
Y a pesar de los pesares, las pérdidas y el dolor, Silvia Lemus y su esposo continuaron unidos durante 40 años, de un lado a otro: ella con un férreo compromiso personal de promover la obra de su hijo; él con la memoria cargada de recuerdos y escribiendo historias… hasta ahora que se separan de forma definitiva.
La Literatura de Carlos Fuentes:
Como Miguel de Cervantes, escribía a mano cuatro horas diarias y, bajado de su pedestal, cada semana plasmó su análisis, sus recuerdos, su postura, su guía y sus interrogantes sobre diversos temas, hasta la víspera de su partida, en Reforma.
Con Octavio Paz hasta su muerte, y después ya solo, fue la voz de México en el mundo. Ningún mexicano, ni el más poderoso, ni el más rico, ni el más ubicuo, ha tenido su presencia en la literatura, la academia, la política, el arte y la vida social.
2012
Como Miguel de Cervantes, escribía a mano cuatro horas diarias y, bajado de su pedestal, cada semana plasmó su análisis, sus recuerdos, su postura, su guía y sus interrogantes sobre diversos temas, hasta la víspera de su partida, en Reforma.
Con Octavio Paz hasta su muerte, y después ya solo, fue la voz de México en el mundo. Ningún mexicano, ni el más poderoso, ni el más rico, ni el más ubicuo, ha tenido su presencia en la literatura, la academia, la política, el arte y la vida social.
2012
Murió el “Día del Maestro”, como discípulo moral de su hijo y gran maestro de la literatura y de la vida.
Escogió para su descanso en paz el Cementerio Montparnasse en París, Francia, junto a sus hijos Carlos y Natasha.
Como él escribió de la obra de su amigo Fernando Benítez, el mejor homenaje es volver a leer y hacerlo con sus inéditos más recientes libro, Federico en su balcón y Personas.
Meditar su pequeña “nota mexicana”: Preocupado e impaciente por candidatos a la Presidencia que no debaten los grandes temas de la actualidad les reclamó estar sólo “…dedicados a encontrarse defectos unos a otros y dejar de lado la agenda del porvenir”. “Este señor –Enrique Peña Nieto- tiene derecho a no leerme, lo que no tiene derecho es a ser Presidente de México a partir de la ignorancia, eso es lo grave”.
Es como leer una conciencia crítica del siglo XX mexicano: en su homenaje, leámos más a Carlos Fuentes.
Carta de Cecilia Fuentes Macedo, hija primogénita del escritor Carlos Fuentes en el día del padre:
Milenio, 17 Junio 2012. En esta oportunidad para la evocación paterna, Cecilia Fuentes Macedo ha escrito una carta que comparte con MILENIO a quien siente y recuerda “todo el tiempo”, a pesar de no haber encontrado “un lugarcito” en su vida.
Querido Apá:
¿Habrás sabido alguna vez cuánto te quise y cuánto te extrañé siempre? Hace muchos años iniciaste una nueva vida con una nueva familia y por alguna razón, decidiste tratar de borrar de tu historia a mi mamá y a mí. Algo imposible porque existimos, porque tuvimos un pasado, porque compartimos momentos reales y porque sé que, a pesar de tu aparente rechazo al cariño y al calor humano, alguna vez me quisiste y me cuidaste. Ahora que leo las cartas que le escribiste a mi mamá durante los quince años que estuvieron juntos, lo compruebo. Siempre había un dibujito para mí, o palabras tiernas o de preocupación. Yo sé que jamás logré ser la hija que hubieras soñado, pero lo intenté. No. No soy ni alta ni guapa ni sofisticada ni delgada ni culta ni interesada en la política, pero hice mi mejor esfuerzo estudiando y trabajando, siempre tratando de que me abrieras un lugarcito en tu vida. Nunca lo logré.
Jamás pienses que no admiré y respeté tu brillantez, tu imaginación y tus logros. Fuiste un gran maestro y un gran amigo de muchos. Pero nunca te interesó aprender lo que significaba ser padre. Tú te lo perdiste y ahora sólo puedo imaginar la tristeza que te ha de haber causado el que yo, tu hija menos consentida, fuera la única que aún ronda por esta tierra.
Ya no estás con nosotros, pero te siento y te recuerdo todo el tiempo. Extrañaré las comidas domingueras en tu casa, el cómo contabas, actuabas, cantabas y bailabas la última película que habías visto la noche anterior, ya fuera de Tongolele o de Libertad Lamarque. Extrañaré tus escasas pero muy apreciadas llamadas telefónicas sin intermediarios, abrazar tu barriguita. Extrañaré tus dedos chuecos, el descifrar tu espantosa letra en esas gigantescas hojas de blockamarillo dónde escribías tus libros que luego yo pasaba en limpio, el enviar tus manuscritos a las editoriales, verte bajar las escaleras, pararte de la mesa para ir a tomar la siesta o comerte un mango y cucharadas de cajeta.
Pero lo que más me duele es que nunca te hayas dado la oportunidad de conocerme un poco más… con mi simpleza, con mis bobadas, con esas cosas que somos los mortales normales. Me hubiera encantado que alguna vez visitaras mi departamento, mostrarte mis dibujitos, mis fotos y videos de viajes, que hubieras visto por lo menos un capítulo de mis telenovelas o de perdis soplarte los créditos y ver pasar mi nombre. Pero sobre todo, me hubiera encantado poder cortarte tus uñotas de Drácula y tocar a la puerta de tu casa sin previa cita, y pasar a darte un beso… sólo porque sí. Existe un reality show que se llama The Amazing Race donde equipos de 2 recorren el mundo compitiendo por llegar a la meta tras realizar tareas de lo más extravagantes. Cada vez que veía éste programa, me imaginaba que uno de esos equipos éramos tú y yo, compartiendo espacios y hazañas que podrían unirnos y permitirían descifrarnos. Pero no fue así. Me queda el consuelo de que tu último domingo lo pasaste conmigo. Que nos reímos y la pasamos bien. Que te emocionaste viendo en Youtube las protestas contra “el copetes” en la Ibero. Y ahora que tengo una gigantesca fotografía tuya del tamaño de mi comedor, te miro todo el tiempo y te platico lo que nunca pudimos platicar, y te muestro mis libros, mis dibujos, mi intimidad. Ojalá te hubieras dejado querer. Vieras que no es tan feo.
Hace unas noches me visitaste… o te soñé. Para mí es lo mismo. Te sentaste a mi lado mientras yo dormía, me despertaste y con una gran sonrisa y un sweater naranja que no puedo borrar de mi mente, me sonreíste feliz y me besaste mucho, mucho. Te vi tan contento que todas mis angustias desaparecieron. Y sé que donde te encuentres (aunque te hayas perdido las elecciones) estás feliz. No sabía que te gustaba la música disco. Lo digo porque te llevaste de corbata a un Bee Gee y a Donna Summer, y supongo que ahora, junto con Bradbury, escribirán algo fantástico. Si ves pasar a mamá, se bueno con ella. Siempre te adoró. A Carlitos y a Natasha, abrázalos bien fuerte. Y aprovecha la capacidad fiestera de la tía Lorenza que también anda por ahí y descubre un poco más a la abuela, quien era más rebelde y liberal y aventurera de lo que jamás te imaginaste. Cuídate, adiós o hasta pronto. Y por una vez, sin que puedas llamarme cursi, te deseo un feliz día del padre en la dimensión que te encuentres. Te quiero siempre con todo mi corazón. C.
¿Habrás sabido alguna vez cuánto te quise y cuánto te extrañé siempre? Hace muchos años iniciaste una nueva vida con una nueva familia y por alguna razón, decidiste tratar de borrar de tu historia a mi mamá y a mí. Algo imposible porque existimos, porque tuvimos un pasado, porque compartimos momentos reales y porque sé que, a pesar de tu aparente rechazo al cariño y al calor humano, alguna vez me quisiste y me cuidaste. Ahora que leo las cartas que le escribiste a mi mamá durante los quince años que estuvieron juntos, lo compruebo. Siempre había un dibujito para mí, o palabras tiernas o de preocupación. Yo sé que jamás logré ser la hija que hubieras soñado, pero lo intenté. No. No soy ni alta ni guapa ni sofisticada ni delgada ni culta ni interesada en la política, pero hice mi mejor esfuerzo estudiando y trabajando, siempre tratando de que me abrieras un lugarcito en tu vida. Nunca lo logré.
Jamás pienses que no admiré y respeté tu brillantez, tu imaginación y tus logros. Fuiste un gran maestro y un gran amigo de muchos. Pero nunca te interesó aprender lo que significaba ser padre. Tú te lo perdiste y ahora sólo puedo imaginar la tristeza que te ha de haber causado el que yo, tu hija menos consentida, fuera la única que aún ronda por esta tierra.
Ya no estás con nosotros, pero te siento y te recuerdo todo el tiempo. Extrañaré las comidas domingueras en tu casa, el cómo contabas, actuabas, cantabas y bailabas la última película que habías visto la noche anterior, ya fuera de Tongolele o de Libertad Lamarque. Extrañaré tus escasas pero muy apreciadas llamadas telefónicas sin intermediarios, abrazar tu barriguita. Extrañaré tus dedos chuecos, el descifrar tu espantosa letra en esas gigantescas hojas de blockamarillo dónde escribías tus libros que luego yo pasaba en limpio, el enviar tus manuscritos a las editoriales, verte bajar las escaleras, pararte de la mesa para ir a tomar la siesta o comerte un mango y cucharadas de cajeta.
Pero lo que más me duele es que nunca te hayas dado la oportunidad de conocerme un poco más… con mi simpleza, con mis bobadas, con esas cosas que somos los mortales normales. Me hubiera encantado que alguna vez visitaras mi departamento, mostrarte mis dibujitos, mis fotos y videos de viajes, que hubieras visto por lo menos un capítulo de mis telenovelas o de perdis soplarte los créditos y ver pasar mi nombre. Pero sobre todo, me hubiera encantado poder cortarte tus uñotas de Drácula y tocar a la puerta de tu casa sin previa cita, y pasar a darte un beso… sólo porque sí. Existe un reality show que se llama The Amazing Race donde equipos de 2 recorren el mundo compitiendo por llegar a la meta tras realizar tareas de lo más extravagantes. Cada vez que veía éste programa, me imaginaba que uno de esos equipos éramos tú y yo, compartiendo espacios y hazañas que podrían unirnos y permitirían descifrarnos. Pero no fue así. Me queda el consuelo de que tu último domingo lo pasaste conmigo. Que nos reímos y la pasamos bien. Que te emocionaste viendo en Youtube las protestas contra “el copetes” en la Ibero. Y ahora que tengo una gigantesca fotografía tuya del tamaño de mi comedor, te miro todo el tiempo y te platico lo que nunca pudimos platicar, y te muestro mis libros, mis dibujos, mi intimidad. Ojalá te hubieras dejado querer. Vieras que no es tan feo.
Hace unas noches me visitaste… o te soñé. Para mí es lo mismo. Te sentaste a mi lado mientras yo dormía, me despertaste y con una gran sonrisa y un sweater naranja que no puedo borrar de mi mente, me sonreíste feliz y me besaste mucho, mucho. Te vi tan contento que todas mis angustias desaparecieron. Y sé que donde te encuentres (aunque te hayas perdido las elecciones) estás feliz. No sabía que te gustaba la música disco. Lo digo porque te llevaste de corbata a un Bee Gee y a Donna Summer, y supongo que ahora, junto con Bradbury, escribirán algo fantástico. Si ves pasar a mamá, se bueno con ella. Siempre te adoró. A Carlitos y a Natasha, abrázalos bien fuerte. Y aprovecha la capacidad fiestera de la tía Lorenza que también anda por ahí y descubre un poco más a la abuela, quien era más rebelde y liberal y aventurera de lo que jamás te imaginaste. Cuídate, adiós o hasta pronto. Y por una vez, sin que puedas llamarme cursi, te deseo un feliz día del padre en la dimensión que te encuentres. Te quiero siempre con todo mi corazón. C.
Mi papá tuvo siempre muchas novias, afirma Cecilia Fuentes Macedo, hija del escritor Carlos Fuentes.
La primogénita del escritor lo recuerda bromista y habla de su amistad con Silvia Lemus.
Mil novecientos sesenta y dos fue un buen año para Carlos Fuentes: publicó sus novelas emblemáticas Aura y La muerte de Artemio Cruz, y nació su hija Cecilia.
El escritor se había casado en 1959 con la actriz Rita Macedo, protagonista de películas como Nazarín, dirigida por Luis Buñuel, uno de los grandes amigos de Fuentes.
Vivían en la segunda privada de Galeana, en San Ángel, donde sus fiestas se volvieron legendarias. Acudían a ellas las más grandes estrellas del espectáculo y las principales figuras del arte y la cultura. Eran jóvenes y felices.
Rita volvería a filmar con Buñuel en 1962, pero solo una escena. Comenzaba el rodaje de El ángel exterminador cuando los médicos le ordenaron reposo, estaba embarazada y el “parto sería difícil”, recuerda Fuentes en su libro En esto creo.
El 7 de agosto nació Cecilia Fuentes Macedo. Su nacimiento, dice su padre en el mismo libro: “fue un hecho musical. Pude haber oído o recordado palabras, imágenes, flores o frutos, animales o aves, ríos, océanos. Solo escuché música. No lo explico. Tampoco lo imagino. Lo atestiguo. En el momento en que Cecilia apareció y gritó por primera vez, yo supe que escuchaba un dictado de la naturaleza, el más reciente pero también el más antiguo. Oír la voz del ser que nace es oír el eco del origen de todas las cosas”.
Por eso, por lo que escuchó en el instante de su aparición, decidió llamarla Cecilia, santa de la música.
Le gustaba jugar con ella, a veces la dibujaba como un vampiro cachetón y desde muy pequeña le transmitió su pasión por el cine.
Al responder un cuestionario por correo electrónico, Cecilia dice: “¿Mi primer recuerdo con papá?… En Londres, a los cinco años. Me escondió en su abrigo para meternos a ver una película de terror. Debe haber sido Drácula o Frankenstein”.
Al preguntarle sobre su anécdota favorita con él, responde: “La primera que se me viene a la mente es una noche en que tenía yo amigos durmiendo en casa. De repente tocaron a la puerta de la habitación. Preguntamos: ¿Quién es?… Silencio. Y luego más toquidos, fuertes y continuos. Con temor, abrimos la puerta y ahí afuera había una maleta gruñendo y saltando y persiguiéndonos por toda la casa mientras los chamacos dábamos de alaridos. ¡Sí… mi papá se había disfrazado de maleta para pegarnos un buen susto!”.
Carlos Fuentes y Rita Macedo se divorciaron en 1969, las actividades de ambos, sus viajes y los romances extramaritales de él los fueron alejando. ¿Qué significó la separación de sus padres para Cecilia?
“Mi papá siempre tuvo muchas novias —responde—. Mi mamá lo sabía y yo también. Para mí era normal contestarles el teléfono a sus novias y pasárselas. El divorcio fue solamente un cambio más, simplemente que esta vez él no regresaría a casa”.
Carlos Fuentes se casó en 1973 con la periodista Silvia Lemus, con quien tuvo dos hijos: Carlos y Natasha, el primero murió a los 25 años y la segunda a los 29. La muerte de ellos no lo acercó a Cecilia, al contrario, comenta ella, su relación se hizo más distante. Sin embargo, “en el último par de años sentí que comenzaba a acercarse un poco más”.
Ella era la encargada de transcribir en la computadora los textos de su padre, quien luego de enchuecarse un dedo por la fuerza con que golpeaba la máquina de escribir, volvió a utilizar la pluma fuente para su trabajo.
“Pasar en limpio los textos de papá —recuerda—, era cansado por lo difícil de descifrar su letra. Ponía las hojas en un atril y las observaba como obras de arte incomprensibles. De repente todo hacía click y las palabras aparecían. Las dictaba yo a la computadora (siempre a solas), y me imaginaba que era él dando uno de sus discursos. Yo sentía, y muchas gentes me comentaron, que ésta era su manera de acercarse a mí… De mostrarme su confianza al darme antes que a nadie sus manuscritos y de alabarme al entregarle los textos en limpio”.
Discreta, tímida, Cecilia tiene pocos amigos, entre ellos Ximena Cuevas, Gaby Zamora, Eric Morales, Consuelo Sáizar y Susana Zabaleta. En un lugar especial están Elena Poniatowska, a quien ve como una tía que ha estado a su lado toda la vida, y Silvia Lemus.
En noviembre de 2008, en una entrevista con el periódico Reforma, Silvia dijo, “[para mí] una amiga muy especial es Cecilia Fuentes Macedo, la hija de Carlos y Rita Macedo. Al recordarle esa opinión, Cecilia comenta: “Silvia siempre ha sido para mí como una segunda madre. No puedo suplantar a sus hijos, pero si ella me lo permitiera, trataría de serlo. Siempre se portó bien y fue la fiel compañera y amiga de papá. Siempre a su lado, siempre siendo su otra mitad, o sea, lo completaba totalmente. Espero que me perdone por esta carta (publicada en estas mismas páginas) que a ella no le gustó nada”.
La primogénita del escritor lo recuerda bromista y habla de su amistad con Silvia Lemus.
Mil novecientos sesenta y dos fue un buen año para Carlos Fuentes: publicó sus novelas emblemáticas Aura y La muerte de Artemio Cruz, y nació su hija Cecilia.
El escritor se había casado en 1959 con la actriz Rita Macedo, protagonista de películas como Nazarín, dirigida por Luis Buñuel, uno de los grandes amigos de Fuentes.
Vivían en la segunda privada de Galeana, en San Ángel, donde sus fiestas se volvieron legendarias. Acudían a ellas las más grandes estrellas del espectáculo y las principales figuras del arte y la cultura. Eran jóvenes y felices.
Rita volvería a filmar con Buñuel en 1962, pero solo una escena. Comenzaba el rodaje de El ángel exterminador cuando los médicos le ordenaron reposo, estaba embarazada y el “parto sería difícil”, recuerda Fuentes en su libro En esto creo.
El 7 de agosto nació Cecilia Fuentes Macedo. Su nacimiento, dice su padre en el mismo libro: “fue un hecho musical. Pude haber oído o recordado palabras, imágenes, flores o frutos, animales o aves, ríos, océanos. Solo escuché música. No lo explico. Tampoco lo imagino. Lo atestiguo. En el momento en que Cecilia apareció y gritó por primera vez, yo supe que escuchaba un dictado de la naturaleza, el más reciente pero también el más antiguo. Oír la voz del ser que nace es oír el eco del origen de todas las cosas”.
Por eso, por lo que escuchó en el instante de su aparición, decidió llamarla Cecilia, santa de la música.
Le gustaba jugar con ella, a veces la dibujaba como un vampiro cachetón y desde muy pequeña le transmitió su pasión por el cine.
Al responder un cuestionario por correo electrónico, Cecilia dice: “¿Mi primer recuerdo con papá?… En Londres, a los cinco años. Me escondió en su abrigo para meternos a ver una película de terror. Debe haber sido Drácula o Frankenstein”.
Al preguntarle sobre su anécdota favorita con él, responde: “La primera que se me viene a la mente es una noche en que tenía yo amigos durmiendo en casa. De repente tocaron a la puerta de la habitación. Preguntamos: ¿Quién es?… Silencio. Y luego más toquidos, fuertes y continuos. Con temor, abrimos la puerta y ahí afuera había una maleta gruñendo y saltando y persiguiéndonos por toda la casa mientras los chamacos dábamos de alaridos. ¡Sí… mi papá se había disfrazado de maleta para pegarnos un buen susto!”.
Carlos Fuentes y Rita Macedo se divorciaron en 1969, las actividades de ambos, sus viajes y los romances extramaritales de él los fueron alejando. ¿Qué significó la separación de sus padres para Cecilia?
“Mi papá siempre tuvo muchas novias —responde—. Mi mamá lo sabía y yo también. Para mí era normal contestarles el teléfono a sus novias y pasárselas. El divorcio fue solamente un cambio más, simplemente que esta vez él no regresaría a casa”.
Carlos Fuentes se casó en 1973 con la periodista Silvia Lemus, con quien tuvo dos hijos: Carlos y Natasha, el primero murió a los 25 años y la segunda a los 29. La muerte de ellos no lo acercó a Cecilia, al contrario, comenta ella, su relación se hizo más distante. Sin embargo, “en el último par de años sentí que comenzaba a acercarse un poco más”.
Ella era la encargada de transcribir en la computadora los textos de su padre, quien luego de enchuecarse un dedo por la fuerza con que golpeaba la máquina de escribir, volvió a utilizar la pluma fuente para su trabajo.
“Pasar en limpio los textos de papá —recuerda—, era cansado por lo difícil de descifrar su letra. Ponía las hojas en un atril y las observaba como obras de arte incomprensibles. De repente todo hacía click y las palabras aparecían. Las dictaba yo a la computadora (siempre a solas), y me imaginaba que era él dando uno de sus discursos. Yo sentía, y muchas gentes me comentaron, que ésta era su manera de acercarse a mí… De mostrarme su confianza al darme antes que a nadie sus manuscritos y de alabarme al entregarle los textos en limpio”.
Discreta, tímida, Cecilia tiene pocos amigos, entre ellos Ximena Cuevas, Gaby Zamora, Eric Morales, Consuelo Sáizar y Susana Zabaleta. En un lugar especial están Elena Poniatowska, a quien ve como una tía que ha estado a su lado toda la vida, y Silvia Lemus.
En noviembre de 2008, en una entrevista con el periódico Reforma, Silvia dijo, “[para mí] una amiga muy especial es Cecilia Fuentes Macedo, la hija de Carlos y Rita Macedo. Al recordarle esa opinión, Cecilia comenta: “Silvia siempre ha sido para mí como una segunda madre. No puedo suplantar a sus hijos, pero si ella me lo permitiera, trataría de serlo. Siempre se portó bien y fue la fiel compañera y amiga de papá. Siempre a su lado, siempre siendo su otra mitad, o sea, lo completaba totalmente. Espero que me perdone por esta carta (publicada en estas mismas páginas) que a ella no le gustó nada”.
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